17.3.05

Cuando pienso en Nahuel, Andrés, Federico y yo, pienso en los niños terribles de Jean Cocteau. Los niños que no quieren crecer jamás, que juegan el juego y se pierden en lo infantil del gesto, en los monstruos de papel y las sombras de una luz contra la pared. Perdidos en su anfiteatro, perdidos en un sueño nublado, en una fantasía, en una realidad que no existe por más convencidos que estén de lo contrario.
Cuando pienso en ellos, en esas largas expediciones a la miseria intergaláctica, a la retórica muerta de nuestro ritual justificativo y autodestructivo, pienso en los niños que no quieren crecer, perdidos con eros y thanatos en la niebla. Que por fuera son incorrompibles, y por dentro gritan y lloran por las heridas que no cierran. Gritan por una línea mas, por una noche más. Lloran para no sentir, por no ser, por no por no por no.
La desesperación, el discurso del jipy sucio, clamar a los cuatro vientos la falta de ego, el desinterés por el mundo. Ese rincón oscuro y húmedo en el fondo del desasosiego en el que llorábamos por la soledad y todo lo que no podíamos soportar.
Una cama deshecha, intenciones poco claras, el pulso rápido, la lengua filosa, el cuchillo en la mano. La sangre del otro, el placer del dolor, la habilidad para convertirnos en nuestros propios enemigos. El juego que nunca termina.
hasta que los dados te dan cero. Y ahí sí, pum, se terminó.


Ahora uno ha desaparecido, el otro se ha escapado, y el otro fue consumido por su propio discurso imbécil. Y en cuanto a mi...bueno, he sufrido golpes fuertes. No desaparecí, aunque sí trate de escaparme, y fue medianamente consumida por mi discurso y otras cosas semejantes (como la mirada de los otros).
Estuve muerta un instante, me dí cuenta que jamás sería la piedra angular del optimismo, desayuné-almorcé-merendé-cené, en ese orden y sin excepciones, una temporada en el infierno más caro y lujoso del mundo, y me presente otra vez a la vida con una valija, un libro, y un sombrero en la mano.

Ya no somos más los niños terribles. No es que no seamos niños, muy por el contrario diría, es que hemos dejado de ser terribles.

Et num mane in te, mi amor. Yo permanezco en ti. En vos, persona que dejo de existir. En vos, persona que se escapo lo más lejos que pudo. En vos, persona que fue devorada por sus propias estructuras. Si, te digo que sí, et num mane in te. No sé si vos permaneces en mí, desaparecido, escapado, consumido. No lo sé. Algunos recuerdos sí, algunos, pocos, nulos, anulables. In iudicando, in procedendo.

Et num mane in te, repito...y se me llenan los ojos de lagrimas ante la ausencia de mis niños terribles con sus bolas de nieve, de veneno, con su todo eso y más allá. La gran rueda sigue girando.

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