19.1.09

Tóxico cuatro: madre, no quiero tu veneno.


La crueldad de sus palabras ha alcanzado niveles intolerables. Vos sabés que se está pasando de la raya, pero de alguna forma, cómo te dice al oído ese hombre que de a ratos te compara con su propia madre por la velocidad de tu motor mental, es cierto que las reglas son las de la casa, y que jamás vas a salir a mano cuando las cartas las tira otro.

Lo único que sí sabés es que no querés más ese veneno de madre que desliza por debajo de la puerta como una faina fría de domingo a la mañana. No querés más los gritos, ni la angustia, ni las eternas recriminaciones, ni que te diga que quiere que te vayas de su casa cuando sabés que tu respuesta envenenada es que no sólo vos también querés irte, sino que a veces querés que se muera porque así te va a matar a vos o se va a matar a ella y la culpa, la culpa de su no existir, va a ser tuya.

Mala leche envenenada, madre que sólo sabe pedir las cosas con tono de recriminación, o hablarte desde esa postura pelotuda de psicóloga que sabe, que se sabe en todos lados, no puede usar con su propia hija.

Nunca fuiste suficiente, e incluso, algunas veces, fuiste demasiado. Entonces pasás a ignorarla, mientras te preguntás por qué mierda tiene que ser así de difícil querer a alguien, justamente cuando ese alguien te dio la vida y te pasaste un cuarto de siglo pagándole alquiler emocional.

No querés más ese veneno, entonces se convierte en un poste de carne y hueso, una esponja de tu energía, una razón más para trabajar en una guardia de mierda de lunes a viernes hasta después de las doce de la noche y no pasar ningún momento con tu familia, incluyendo a tu padre y a tu hermano que son víctimas de lo mismo, pero que a diferencia de vos y tu imposibilidad de ser, lo manejan de otra forma o lloran de la desesperación cuando nadie los ve.

No querés más veneno, no querés más culpa, y ahora, en vez de desear que estuviera muerta pensás que la que se debería morir es la persona que la hizo así, la que le arruinó la vida por completo y a quien ella también le sigue pagando alquiler emocional a los 60 años.

Pensás en prender fuego el geriátrico, en contratar a alguien de la mossad para que la mate, o de convencer a tu viejo de que ya no le de más comida a la vieja de mierda que es tu abuela, a ver si así, de una vez y por todas, tu mamá deja de ser una culebra y empieza a ser tu mamá otra vez, esa que podés querer y de la que incluso te bancas alguna recriminación o algún discurso psicológico pelotudo, porque de última, es tu vieja, y no puede ni sabe haber nada más que lo que hace con vos, y eso, por suerte, está bien.

15.1.09

Toxico dos (dejando la toxicidad y el afecto separados, cual agua y aceite)


Las despedidas con vos son tóxicas. A veces, parada en la calle mientras no me puedo despedir de vos como me gustaría, me siento una naranja llena de veneno. Y no es algo que vos digas o que vos dejes de decir, no. Tampoco es algo que vos hagas o dejes de hacer. Entiendo los límites, sean tuyos o míos, y lo único que pude pedirte ese día fue que no te enamoraras. Cómo si vos pudieras enamorarte de mí, justamente de mi, que no te puedo dar nada más de lo que te estoy dando.

Hago castillos de cristal con palabras empujadas al extremo por obra y gracia de una estimulación externa. Después entiendo que esto es un juego, y que en vez de estar llena de veneno cuando no puedo obtener lo que quiero de vos, debería estar tranquila de saber que a vos, mientras te alejas, también te pasa algo parecido.

Son tantas las cosas que no te pediría. Son tantas las cosas que sé que no corresponde pedir. Son tantas las veces que la criatura de tres años que nada bajo el agua, que vos describís con tanta fascinación cuando te pregunto, se me viene a la cabeza como impedimento.

No mires atrás, me dije ayer. No mires para atrás, me repetí. Pero mire igual y vos no estabas. Ahí volvió la toxicidad, se apoderó de mi por unos instantes y antes de empezar a caminar rumbo a la estación de tren la deje tirada en una esquina para que otro, que quiera usarla, o que crea que la necesita más, la agarre.

Las despedidas tienen ese sabor amargo, tóxico, inexorable. Las despedidas cuando estás vos son un poco más amargas, un poco más tóxicas, y del todo inexorables. Inexorables hasta la próxima vez que en dos horas podamos hablar, o tener sexo, o ser lo que siempre quisimos ser pero nunca nos animamos a serlo frente a los demás.

Cuando no hay ropa de por medio, cuando necesitas un abrazo, cuando sé que sos pro estatus quo y que yo soy la mujer más under de tu vida y que más querés en este momento...cuando todo eso, crepita ante mi, lenta y despiadada, la necesidad de intoxicarte a vos con mi veneno.

Me freno, lo pienso primero, lo siento después. Y termina resultando que no, que mi toxicidad es tan mía que pasártela a vos sería un crimen. Un crimen que destruiría nuestro contrato verbal de silencio, complicidad, necesidad y algo de afecto.

No sos una persona a la que quiera intoxicar. He querido intoxicar a tantos hombres en mi vida. He, de hecho, intoxicado a tantas personas en estos 25 años. Pero vos, con tu retórica, con los límites preestablecidos, con el karma que se dibuja en líneas al rededor de tu figura, vos, con tu todo eso, estás bien para mi en este momento, así como sos y así como te necesito.

Por eso escurro las gotas de veneno cerca de Belgrano y me subo al tren sabiendo que estás pensando en mí, y que sabés que yo también estoy pensando en vos, o tal vez no en vos, sino en vos pensándome a mi.

Dejo lo tóxico de lado frente al recuerdo de mi cuerpo desnudo y a tus abrazos profundos. Dejo de lado el veneno cuando me levanto a la mañana y no estoy segura de nada (después de todo, la mañana nunca fue mi mejor momento del día para tomar decisiones).

Vos no sos tóxico para mi. La única que es tóxica para sí misma es quien escribe. Y el otro crimen sería dejar que mi toxicidad se transplante a las pocas horas por semana que te puedo ver.

Vos, así y como sos, en este momento de mi vida, sos más que suficiente.

Habrá que ver que sucede el día que tenga la cuerda en las manos: está claro que pese a la falta de toxicidad de esta relación intermitente, alguno va a perder. Y por una vez espero que los que perdamos seamos los dos.

13.1.09

Tóxico uno: de la señora que no sabía volver a casa


La señora que vendía jugos de fruta frescos en una esquina del bajo flores, sin saber leer o escribir, sin conocer las calles del que es su barrio desde que se vino de una localidad ignota de Bolivia hace 15 años. Sostiene sus manos y tartamudea ante la catarata de preguntas que estoy obligada a hacer, se angustia ante mis ojos desencadenando una serie de excusas que limpian como un chorro de agua el piso del subsuelo donde se conduce la entrevista. Tiene los dedos tan corteajados de trabajar quién sabe en qué, quien sabe dónde, que sus huellas dactilares son un asomo de lo que lo que alguna vez supieron ser.

A la quinta pregunta me detengo, y miro el techo oscuro de ese lugar que tanto se regodea en no ser un calabozo ni una comisaría sin esforzarse demasiado en ser otra cosa distinta. Mis ojos y mi pelo son la única cosa que brilla en ese lugar, además de los anteojos de la señora, que ya está empezando a llorar. Dejo de mirar el techo y la miro a ella. Le pregunto si se acuerda de algún número de teléfono, de algún vecino con teléfono, de alguna intersección, si se acuerda aunque sea de su número de documento. Nada. Le pido que deje de llorar, le alcanzo los pañuelitos que desde hace más de un mes guardo obligatoriamente en mi bolsillo para esas situaciones. Le alcanzo un vaso de agua, deja de llorar.

Miro a los uniformes moverse de fondo esperando alguna instrucción mía y pienso: no soy quien da las ordenes acá, o no quiero ser quien dé las órdenes, pero todos ellos piensan que sí. Y se comportan delante mío como abejitas ocupadas. Sólo cuando los miro. Sé que cuando me voy vuelven al zapping en su Office deluxe, con sus uniformes que no vieron la luz ni la lluvia desde que salieron con el diploma de la Academia.

Vuelvo a la señora, que ya está más tranquila. Me mira, me dice que se quiere ir, pero que no sabe como va a volver a su casa porque no conoce Buenos Aires. Le digo que estoy ahí para ayudarla, que ahora va venir su abogado a hablar con ella, y que lo único que puede hacer es tener paciencia. Estar acá requiere mucha paciencia de parte de los que vienen, y de los que están cuando esos vienen, como yo.

Vuelvo a mi escritorio, levanto el teléfono, hago las llamadas de rigor, anoto las cosas obligatorias, firmo un papel allá y otro acá. Cuando vuelvo a mirar el reloj pasaron seis horas, se acerca una persona a informarme que uno de los hijos de la señora trajo su documento de identidad. Seis horas y media después, la acompaño por las escaleras hasta la puerta. Me agradece como si yo hubiera tenido algo que ver. La miro irse junto a sus hijos, acompañada de algún empleado que la sigue asesorando. Evalúo: la señora era tóxica. no. La situación era tóxica: a medias. Mi trabajo diario es tóxico: sí, definitivamente, sí. Me doy vuelta y vuelvo a mi escritorio pasando la mano por la pared. Lo que no me mata, pienso, dicen que me va a hacer más fuerte. Y después, sin poder evitarlo, me empiezo a reír sola.
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10.1.09

Toxicum


Toxicidad es: una. dos. tres. cuatro. diez pastillas blancas en mi mesa. Las miro con algún detenimiento. No es como mi crónica anunciada con la metaanfetamina a los diecinueve. No es como mi adicción al gbl. No es ocmo vivir a toda velocidad o reducir la magnitud del instante a cero dependiendo de lo que un prospecto, un dealer, erowid o mi experiencia me digan.
No es como nada de eso. Tóxico. Todo es tóxico hoy. Mi cuerpo es tóxico para mí cabeza, y mi cabeza, como siempre, es una toxicina crónica para mi cuerpo. Síntoma: empezamos de nuevo. Aquél sintoma me lo coji (tomás, qué tomás? drogas). Ahora hay otro. Lets me see.