13.1.09

Tóxico uno: de la señora que no sabía volver a casa


La señora que vendía jugos de fruta frescos en una esquina del bajo flores, sin saber leer o escribir, sin conocer las calles del que es su barrio desde que se vino de una localidad ignota de Bolivia hace 15 años. Sostiene sus manos y tartamudea ante la catarata de preguntas que estoy obligada a hacer, se angustia ante mis ojos desencadenando una serie de excusas que limpian como un chorro de agua el piso del subsuelo donde se conduce la entrevista. Tiene los dedos tan corteajados de trabajar quién sabe en qué, quien sabe dónde, que sus huellas dactilares son un asomo de lo que lo que alguna vez supieron ser.

A la quinta pregunta me detengo, y miro el techo oscuro de ese lugar que tanto se regodea en no ser un calabozo ni una comisaría sin esforzarse demasiado en ser otra cosa distinta. Mis ojos y mi pelo son la única cosa que brilla en ese lugar, además de los anteojos de la señora, que ya está empezando a llorar. Dejo de mirar el techo y la miro a ella. Le pregunto si se acuerda de algún número de teléfono, de algún vecino con teléfono, de alguna intersección, si se acuerda aunque sea de su número de documento. Nada. Le pido que deje de llorar, le alcanzo los pañuelitos que desde hace más de un mes guardo obligatoriamente en mi bolsillo para esas situaciones. Le alcanzo un vaso de agua, deja de llorar.

Miro a los uniformes moverse de fondo esperando alguna instrucción mía y pienso: no soy quien da las ordenes acá, o no quiero ser quien dé las órdenes, pero todos ellos piensan que sí. Y se comportan delante mío como abejitas ocupadas. Sólo cuando los miro. Sé que cuando me voy vuelven al zapping en su Office deluxe, con sus uniformes que no vieron la luz ni la lluvia desde que salieron con el diploma de la Academia.

Vuelvo a la señora, que ya está más tranquila. Me mira, me dice que se quiere ir, pero que no sabe como va a volver a su casa porque no conoce Buenos Aires. Le digo que estoy ahí para ayudarla, que ahora va venir su abogado a hablar con ella, y que lo único que puede hacer es tener paciencia. Estar acá requiere mucha paciencia de parte de los que vienen, y de los que están cuando esos vienen, como yo.

Vuelvo a mi escritorio, levanto el teléfono, hago las llamadas de rigor, anoto las cosas obligatorias, firmo un papel allá y otro acá. Cuando vuelvo a mirar el reloj pasaron seis horas, se acerca una persona a informarme que uno de los hijos de la señora trajo su documento de identidad. Seis horas y media después, la acompaño por las escaleras hasta la puerta. Me agradece como si yo hubiera tenido algo que ver. La miro irse junto a sus hijos, acompañada de algún empleado que la sigue asesorando. Evalúo: la señora era tóxica. no. La situación era tóxica: a medias. Mi trabajo diario es tóxico: sí, definitivamente, sí. Me doy vuelta y vuelvo a mi escritorio pasando la mano por la pared. Lo que no me mata, pienso, dicen que me va a hacer más fuerte. Y después, sin poder evitarlo, me empiezo a reír sola.
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